Como ya dije me mudé al barrio a los 3 años y medio. Todo era como un gran campo con algunas casas que empezaban a construirse, mucha vegetación y calles y avenidas de tierra. No había electricidad y nos alumbrábamos con velas, lámparas, faroles a kerosén llamados sol de noche y más tarde con faroles a gas de garrafa que daban una luz más blanca y brillante.
Encender el farol era todo un ritual, primero había que humedecer la mecha con alcohol, encender un fósforo y después de un pequeño ruido tipo explosión la camisa de seda del farol empezaba a encenderse. Las luces se volvían de todos los colores, como un arco iris; hasta que se iban haciendo más blancas o amarillentas y finalmente la luz llegaba a su máximo esplendor.
Me imagino que dormíamos temprano; para economizar energía, se aprovechaba la luz del día.
A unas 3 o 4 cuadras de mi casa había un pequeño tambo donde íbamos a comprar la leche recién ordeñada, tibiecita, con toda su crema; la colocábamos en botellas de vidrio que teníamos para tal fin.
Para comprar la leche había que levantarse temprano, y cuando venía Tito mi primo de Avellaneda, íbamos juntos rompiendo escarchas en el camino. Parecían gruesos trozos de vidrio dormidos en la zanja, con un palo o una piedra los hacíamos trizas.
En donde estaba ubicado el tambo ahora hay una usina de electricidad.
Una vez por semana venían los vendedores en carros, en bicicleta o a pie. El querosenero tenía un camión pintado de rojo donde transportaba el combustible. Era un elemento vital entonces. Pasaba el sodero con su chata llena de sifones, el mimbrero en un carro repleto de sillas, cestos, y todo lo imaginable colgando y tambaleándose por entre los pozos del camino. Casi todas las cosas se compraban en el domicilio. Había unos almacenes en el barrio para la compra diaria de pan, fideos, arroz, azúcar que entonces se vendía sueltos y al peso.
Y también existía algo que desapareció con el tiempo: la yapa. Cada vez que iba a comprar me daban la yapa, que bien eran unos caramelos de regalo o un extra en el peso de la compra, un plus de galletitas o una moneda para los caramelos que el mismo comerciante daba a modo de regalo y publicidad.
A veces comprábamos en un almacén propiedad de un gallego que tenía una hija de mi edad y que luego fue mi compañera de escuela. Muchas veces yo iba a cantarle o bailarle flamenco, de cara dura que era, para que este señor ya entrado en años me diera alguna golosina. Tuve siempre mi veta artística a flor de piel y mucho caradurismo y espontaneidad.
Los productos se envolvían en un papel blanco que luego mi mamá usaba para escurrir las milanesas u otras frituras.
Mi papá era obrero metalúrgico y trabajaba más de 8 horas por día. Llegaba a casa y luego de descansar un ratito, y en los fines de semana, cultivaba una quinta con tomates, lechugas, habas, acelgas, y toda clase de vegetales para el consumo familiar. Todas las tardes tenía que sacarles la maleza, regarlas, ponerle cañas a los tomates para que se enderecen y yo andaba detrás de él sintiendo ese olor a hojas mojadas luego del riego o saboreando el dulce jugo de la fruta recién arrancada.
El riego se hacía con baldes o regaderas, a mí me regalaron una pequeñita de cinc para que pueda ayudar. El agua se extraía de una bomba manual. Teníamos varios árboles frutales, el lote era grande y adelante mi mamá tenía un hermoso jardín que era su orgullo. No nos faltaban los limoneros, las higueras que daban unos higos blancos, grandotes deliciosos que yo no me cansaba de comer y comer. Naranjas y hasta en una época tuvimos uvas que nos daba un parral despatarrado.
Había un gallinero que con el material que podíamos íbamos construyendo sobre la marcha.
Al último mi papá les hizo una especie de piecita de material y piso de cemento para que estén más cómodas.
Yo era la encargada de sacar los huevos hasta que un gallo colorado y malvado me atacó. Caí en el suelo en el intento de escapar y entonces el gallo se subió sobre mí y me dio un par de picotazos sobre la cabeza. Lloré como una Magdalena y el pobre terminó en la olla por sublevado.
Me parece verla a mi mamá al atardecer recolectando zapallitos troncos o acelgas o lo que necesitara para preparar la cena. Hasta los condimentos como el orégano, perejil, laurel, eran tomados de la misma fuente natural que nos proveía la madre tierra. y claro que esos guisos y esas comidas tenían un gusto especialísimo que no he vuelto a probar nunca más.
Lástima que no tengo fotos de esa época. Casi nadie tenía cámara de fotos como ahora, y para las grandes ocasiones se contrataba a un fotógrafo que venía con toda su parsimonia a dejarnos con la sonrisa congelada para toda la posteridad.
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Muy Bello!!! Es un placer leer sus relatos!
ResponderEliminarMuchas gracias sobrina! Me alientas a seguir escribiendo!
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