A una cuadra de la plaza principal y a media cuadra de la iglesia, estaba la casa de tía Lola. Se entraba por una puerta de madera labrada en dos hojas que daba a un largo y amplio zaguán. A la derecha se iba a una especie de saloncito donde se recibía a la gente corriente, y a la izquierda sumida en la oscuridad por pesadas cortinas, la sala principal que se reservaba para las grandes ocasiones y las visitas importantes, donde desde luego, no podíamos entrar los niños. Alguna que otra vez íbamos a escoger un libro de la biblioteca o poner un ramo de flores sobre un viejo piano que nadie tocaba. La primera vez que visité esa casa tendría unos 8 o 9 años, me pareció enorme y lo que más me impresionó fue el aroma a muebles antiguos como si fuera un museo.
Un pasillo daba a un pequeño jardín donde se abría otra puerta para acceder al comedor y más allá seguía un alero con plantas exóticas y abundantes que se perdían en el patio mayor que dividía la casa en dos plantas. Todo era grande, este patio tipo colonial tenía dos aljibes: uno de pozo, con roldana y balde, y otro más moderno, en el otro extremo, hecho a modo de cisterna para guardar el agua de lluvia. En la parte delantera estaban los dormitorios principales, unos cuatro, y en el bloque del fondo había unas 16 habitaciones porque en otra época había sido una escuela con internos que mi tía heredó de su padre, un prestigioso y avaro educador.
Ella no era linda pero su personalidad unida a su arrogante caminar y modales le daba un cierto toque elegante y atractivo.
Para su desgracia había quedado viuda muy joven, de un militar y vivía con una única hija a quien malcriaba. Decían que ya su fortuna no existía y que le quedaban las apariencias. De todos modos, tenia servidumbre y criadas que le enviaban desde el campo para que cuide y alimente, ya que sus padres no podían darle sustento y educación y era su sequito privado.
En mi ingenuidad de entonces no entendía que una nena de mi edad no pudiera jugar y tuviera que hacer los quehaceres domésticos que ella le encargaba, no entendía yo de clases sociales ni de esas pavadas a las que ella y su hija se aferraban.
Al fondo de la propiedad estaban las dependencias de las criadas y los lugares para el lavado y planchado, la cocina y otras cosas. Yo disfrutaba mucho yendo a ese lugar a escuchar las historias que me contaban y a jugar con ellas a escondidas. Mi prima era mayor que yo y no me prestaba mucha atención porque era una adolescente impertinente y maleducada a quien yo apenas soportaba.
Por suerte en ese pueblo teníamos muchos parientes que nos esperaban cada día para que vayamos a visitarlos y pasar el día con ellos, así un día íbamos a una casa, otros a otra y la estancia eran más llevadera.
Con el tiempo los viajes se espaciaron, y fuimos dejando esa costumbre de ir a su casa cada verano. Después de muchos años volví al pueblo y fue para mi un gran shock emocional porque la civilización se había adueñado del lugar. Las calles de arena eran ahora calles de asfalto y veredas, la casa de tía Lola había sido derribada y en su lugar había un gran supermercado. Todos los recuerdos se me vinieron encima y sentí una terrible nostalgia y tristeza porque ya nada era como yo lo recordaba. Nunca más volví a ese lugar, prefiero conservarlo en mi memoria con sus aromas y sonidos, intactos, como cuando era una niña.
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