lunes, 31 de agosto de 2020

ESCRITOS RECIENTES

 INSTANTE

Erguidos nardos perfuman y se mecen.

Un brevísimo cielo azul se escandaliza ante la imperturbable bandada que lo atraviesa.

Me gusta este momento: el telón se corre y aparece tímida otra escena diferente que se desarrolla vertiginosa y toma protagonismo.

El horizonte estalla en rojos, naranjas y violetas. 

La tarde se incendia y todo parece de oro como en la leyenda de la Ciudad Perdida.

Los pájaros se apresuran a refugiarse en sus nidos y los árboles se llenan de rumores y píos.

Sigilosas sombras rodean las siluetas.

 Un instante mágico y luego es la noche.

Comienzan a encenderse las luces en la vereda y yo sonrío.

Copyright ©2020 Nelida Liliana Vieyra


ESTA MAÑANA

Abrí mis brazos aletargados y doloridos.

 Estiré la mano sobre la mesa de luz para alcanzar mis anteojos.

Entre la penumbra se filtraba un rayo de sol.

No sabia la hora, no me importaba, de todas formas, desayunaría.

Siempre empiezo el día con un desayuno.

Abrí las cortinas y me encegueció el sol.

Me puse las pantuflas, el piso estaba frio. 

Mi gata interceptó mi camino y casi tropiezo con ella, 

La salude con el miau miau que le digo siempre.

No me contestó. Estaba ofendida.

Salí al patio, las plantas sonreían.  Pasó una mariposa.

En las enredaderas zumbaban las abejas o avispas, no sé,

Nunca supe distinguirlas.

Me quedé quieta escuchando el murmullo de la vida.

El silbato de la pava me llegó lejano.

Sentí alegría, un nuevo día, a estrenar, me estaba esperando.

¡Y allá fui, a vivirlo!

Copyright ©2020 Nelida Liliana Vieyra


FUI AL RIO

Extenuante caminata fue aquella. 

Tenia sed, cansancio, ganas de llegar.

El sol taladraba mi sombrero.

El paisaje vibraba ante mis ojos húmedos de sudor.

Entre los árboles escuché el chapoteo del río.

Faltaba poco para verlo, unos pasos más.

Apresuré la marcha y me sorprendió en el recodo del camino.

¡Ahí estaba tan deliciosamente fresco!

Arrojé mis zapatillas al aire, me liberé de la mochila

Y corrí a su encuentro como una enamorada que ve a su hombre

 que volvió de la guerra.

No era muy profundo y en su fondo había piedras, 

El agua transparente dejaba ver mis pies atormentados.

No había nadie cerca. Me recosté en la orilla, bajo un árbol.

Y me quede quieta, inmóvil, extasiada. 

Con el agua hasta el cuello. 

Con el río en mis venas.

Copyright ©2020 Nelida Liliana Vieyra

LOS BICHITOS DE LUZ

¿Se acuerdan ustedes de los bichitos de luz o luciérnagas que abundaban en los jardines? Desde hace unos días me estoy acordando de ellos y no los veo más.

Cuando éramos chicos, todos, en la cuadra salíamos a buscarlos en el atardecer. Entonces, no había peligro y  podíamos quedarnos afuera jugando en las veredas hasta la hora de la cena mientras nuestras madres, sentadas en el fresco, no nos perdían de vista.

Los hombres también salían a la vereda para conversar  de la política o el fútbol. En el barrio parecíamos una gran familia.

Los bichitos de luz parecía que jugaban con nosotros a las escondidas entre los árboles y las flores y nosotros nos ensañábamos persiguiéndolos.

¡Pobrecitos! algunos los metían dentro de frascos de mermelada con tapa y nosotras nos armábamos anillos, brazaletes y toda clase de bijouterie con la parte encendida de esos indefensos  animalitos.  A mí me gustaba ponérmelos de diadema entre los cabellos lacios y más de una vez me iba a dormir con ellos latiendo al compás de mi sien.

Lo más extraordinario era que aun después de arrancarles ese pedazo luminoso seguía encendido durante horas.

Hoy recorrí el jardín de arriba a abajo, salí, a la calle, miré en las casas de los vecinos y no había ninguno. ¿Se habrán exterminado? ¿Dónde se llevaron su luz? seguro que lejos de nuestras manos ávidas y dañinas que sin querer con la inconsciencia propia de nuestra ignorancia los matábamos.

En nombre todos aquellos que sacrifiqué en mi infancia y los que se perdieron para siempre hoy les hago este homenaje.

Copyright ©2014 Nelida Liliana Vieyra


sábado, 29 de agosto de 2020

MI HERMANO Y YO SEPARADOS POR MUCHO MAS QUE 600 KILÓMETROS


 A raíz de la salud de mi madre y de sus continuas internaciones en el hospital fuimos separados mi hermano y yo cuando teníamos 3 y 10 años respectivamente. Yo tuve la suerte de quedarme en Buenos Aires con mi tía Rosalba, pero con él fue diferente y no había nadie que se pudiera hacer cargo aquí.   

El único que aceptó tenerlo fue un tío llamado Oscar que vivía en Santa Lucía provincia de Corrientes y que era el primo de mi mamá. Esto es a más de 600 kilómetros de Buenos Aires. Casi ni recuerdo el día de su partida, pero recuerdo la tristeza de los días después. Así perdí la protección y el cariño cercano de ese hermano a quien luego vería solamente en las vacaciones de verano y por unos pocos días.

 Su vida fue durísima porque este tío se aprovechó de él haciéndolo trabajar desde chiquito en las tareas del campo. Muchas veces lo maltrataba y le imponía castigos que eran habituales entonces como arrodillarse sobre granos de maíz y recibir alguno que otro chicotazo. Esto curtió su carácter y su físico ya que se hizo diestro en las faenas del campo, aprendió a nadar, a cabalgar y era muy buen jinete.

Una vez por año, generalmente después de las fiestas de navidad mi tía Rosalba se iba de vacaciones a su terruño, la provincia de Corrientes que tanto amaba. Los días previos era ir de compras para llevar regalos para todos los parientes y luego subirse a un tren que tardaba un día y un poco más en llegar a destino.

Viajábamos en camarote, para poder dormir cómodamente durante el viaje, y por más que yo insistiera no me dejaba dormir en la litera de arriba porque tenía miedo de que en un vaivén del tren me pudiera caer. ¡Me encantaba estar en ese aposento lleno de bronces brillantes y madera barnizada! Traía adosado a la pared una piletita pequeña para lavarse las manos que obviamente yo usaba con frecuencia. Luego comíamos en el salón comedor. Un vagón restaurant muy coqueto que también tenía sus detalles de lujo. Vidrios esmerilados en las ventanillas, cortinas, boiserie, bronces relucientes, como en las novelas.

El tren pasaba por la estación General Sarmiento, enfrente de la actual estación San Miguel y ahí lo tomábamos por comodidad. La estación estaba siempre llena de gente, algunos se mudaban y otros llevaban cajas y cajones hasta con gallinas, otros con la guitarra en la mano anunciaban que el viaje iba a ser alegre y divertido.

 Durante las primeras estaciones yo me dedicaba a inspeccionar el camarote, a descubrir diferencias y similitudes entre este y el de viajes anteriores. Escribía en un cuaderno los nombres de las estaciones y hacia dibujos de las cosas que me llamaban la atención. Al llegar al río, en Zarate teníamos que trasbordar a un ferry, que si teníamos suerte estaba en la costa. A veces esto no ocurría y debíamos esperar que volviera de la otra orilla. Entonces empezaba lo más lindo del viaje.  Acomodaban en el ferry a los vagones y a los autos para hacer el trasbordo y durante el tiempo que esto tardaba se armaban grupos de paisanos que tocaban la guitarra, cantaban y bailaban hermosos chamamés salpicados por algunos sapucais.

Sólo a veces, mi tía aceptaba ir a cubierta para ver el espectáculo que a mí tanto me encantaba.

Al atardecer llegábamos a Concordia donde me esperaban en la estación mi tía Adelaida (hermana de papá) y sus hijos para saludarnos. Entonces intercambiábamos regalos, y ellos subían al tren o a veces nosotros bajábamos para darnos los abrazos y cariños correspondientes. Todos queríamos hablar al mismo tiempo y contarnos cosas. Hasta que el silbato del tren nos sobresaltaba y se bajaban apurados o nosotros subíamos desesperadas mientras el tren arrancaba y ellos no eran más que un puntito diciendo adiós con las manos, en el andén.

Luego de la cena y tipo doce o una de la noche llegábamos a Curuzú Cuatiá donde estaba mi abuela Joaquina, mi tía Elena y sus hijos esperándonos para repetir el mismo ritual ya descrito. Ellas eran la madre y hermana de mi padre. Muchas veces yo ya estaba dormida, pero me despertaban para que salude a los parientes y vea a los primos que conocía sólo de pasada. También ahí intercambiábamos regalos y me daban alguna golosina para que amenizara el viaje.

Al otro día a media mañana llegábamos a la estación Mantilla donde descendíamos y esperábamos   otro tren hasta Santa Lucía pueblito donde al fin finalizaba el viaje. Este era un tren con menos vagones, más moderno de diésel.

El calor era insoportable y no sé por qué en esa época del año a los costados de las vías se quemaban los pastizales que al volar se adherían en la piel dejando un carboncillo negro y grasoso. Cansadas, a pesar del confort del camarote, ansiosas por llegar bajábamos del tren buscando con la mirada el rostro familiar de quien nos iba a esperar. Mi tía sacaba su sombrilla adornada con puntillas para no quemarse la piel con el sol y a mí me colocaba una capelina con flores. Un changarín nos seguía por el andén con nuestros bártulos y luego de subirlos al coche o al sulky que nos venía a buscar, se iba con las manos llenas de la generosa propina de mi tía.

Entonces el pueblo era un gran arenal, ubicado a orillas del río Santa Lucía, con casas coloniales, algunos negocios típicos y una iglesia histórica que habían hecho los jesuitas y que tenía un sagrario de oro tallado por los aborígenes. En el pueblo vivían muchos familiares así que cada día visitábamos una casa distinta. Nos invitaban a cenar o almorzar y allá íbamos a reencontrarnos con los sabores y los aromas únicos de su gastronomía.

Otro día íbamos al campo de mi tío Oscar y ahí recién podía encontrarme con mi hermano quien estaba cada vez más grande y fornido. Llorábamos abrazados, nos contábamos nuestros secretos, el me preguntaba cuando lo irían a buscar de ese lugar que se le hacía insoportable y yo no tenía respuestas para darle. Mi madre seguía casi siempre internada, mi padre no daba abasto con todos los problemas. ¡Con cada despedida se nos partía el alma y llorábamos mientras nos decíamos adiós hasta el año próximo! Con suerte lo veía algunas veces más durante la estadía. Ahora pienso que mi tío evitaba que estuviéramos mucho en contacto para que no escuchemos del maltrato que le daba. Siempre estaba atento a nuestras conversaciones y visitas.

Antes de regresar íbamos a  la ciudad de Goya donde estaban los negocios más importantes y mi tía me compraba todo lo necesario para el comienzo de clases desde los útiles escolares hasta la ropa y zapatos. Mas cargadas que al inicio del viaje partíamos de nuevo hacia Buenos Aires. En el camino otra vez nos esperaban los parientes para decirnos adiós al pasar el tren y el viaje concluía con el comienzo escolar.



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viernes, 28 de agosto de 2020

ALLÁ POR LOS AÑOS 60


 

Como ya dije me mudé al barrio a los 3 años y medio. Todo era como un gran campo con algunas casas que empezaban a construirse, mucha vegetación y calles y avenidas de tierra. No había electricidad y nos alumbrábamos con velas, lámparas, faroles a kerosén llamados sol de noche y más tarde con faroles a gas de garrafa que daban una luz más blanca y brillante.

Encender el farol era todo un ritual, primero había que humedecer la mecha con alcohol, encender un fósforo y después de un pequeño ruido tipo explosión la camisa de seda del farol empezaba a encenderse. Las luces se volvían de todos los colores, como un arco iris; hasta que se iban haciendo más blancas o amarillentas y finalmente la luz llegaba a su máximo esplendor.

Me imagino que dormíamos temprano; para economizar energía, se aprovechaba la luz del día.

A unas 3 o 4 cuadras de mi casa había un pequeño tambo donde íbamos a comprar la leche recién ordeñada, tibiecita, con toda su crema; la colocábamos en botellas de vidrio que teníamos para tal fin.

Para comprar la leche había que levantarse temprano, y cuando venía Tito mi primo de Avellaneda, íbamos juntos rompiendo escarchas en el camino. Parecían gruesos trozos de vidrio dormidos en la zanja, con un palo o una piedra los hacíamos trizas.

En donde estaba ubicado el tambo ahora hay una usina de electricidad.

Una vez por semana venían los vendedores en carros, en bicicleta o a pie. El querosenero tenía un camión pintado de rojo donde transportaba el combustible. Era un elemento vital entonces. Pasaba el sodero con su chata llena de sifones, el mimbrero en un carro repleto de sillas, cestos, y todo lo imaginable colgando y tambaleándose por entre los pozos del camino. Casi todas las cosas se compraban en el domicilio. Había unos almacenes en el barrio para la compra diaria de pan, fideos, arroz, azúcar que entonces se vendía sueltos y al peso.

Y también existía algo que desapareció con el tiempo: la yapa. Cada vez que iba a comprar me daban la yapa, que bien eran unos caramelos de regalo o un extra en el peso de la compra, un plus de galletitas o una moneda para los caramelos que el mismo comerciante daba a modo de regalo y publicidad.

A veces comprábamos en un almacén propiedad de un gallego que tenía una hija de mi edad y que luego fue mi compañera de escuela. Muchas veces yo iba a cantarle o bailarle flamenco, de cara dura que era, para que este señor ya entrado en años me diera alguna golosina. Tuve siempre mi veta artística a flor de piel y mucho caradurismo y espontaneidad.

Los productos se envolvían en un papel blanco que luego mi mamá usaba para escurrir las milanesas u otras frituras.

Mi papá era obrero metalúrgico y trabajaba más de 8 horas por día. Llegaba a casa y luego de descansar un ratito, y en los fines de semana, cultivaba una quinta con tomates, lechugas, habas, acelgas, y toda clase de vegetales para el consumo familiar. Todas las tardes tenía que sacarles la maleza, regarlas, ponerle cañas a los tomates para que se enderecen y yo andaba detrás de él sintiendo ese olor a hojas mojadas luego del riego o saboreando el dulce jugo de la fruta recién arrancada.

 El riego se hacía con baldes o regaderas, a mí me regalaron una pequeñita de cinc para que pueda ayudar. El agua se extraía de una bomba manual. Teníamos varios árboles frutales, el lote era grande y adelante mi mamá tenía un hermoso jardín que era su orgullo. No nos faltaban los limoneros, las higueras que daban unos higos blancos, grandotes deliciosos que yo no me cansaba de comer y comer. Naranjas y hasta en una época tuvimos uvas que nos daba un parral despatarrado.

Había un gallinero que con el material que podíamos íbamos construyendo sobre la marcha.

Al último mi papá les hizo una especie de piecita de material y piso de cemento para que estén más cómodas.

Yo era la encargada de sacar los huevos hasta que un gallo colorado y malvado me atacó. Caí en el suelo en el intento de escapar y entonces   el gallo se subió sobre mí y me dio un par de picotazos sobre la cabeza. Lloré como una Magdalena y el pobre terminó en la olla por sublevado.

Me parece verla a mi mamá al atardecer recolectando zapallitos troncos o acelgas o lo que necesitara para preparar la cena. Hasta los condimentos como el orégano, perejil, laurel, eran tomados de la misma fuente natural que nos proveía la madre tierra. y claro que esos guisos y esas comidas tenían un gusto especialísimo que no he vuelto a probar nunca más.

Lástima que no tengo fotos de esa época. Casi nadie tenía cámara de fotos como ahora, y para las grandes ocasiones se contrataba a un fotógrafo que venía con toda su parsimonia a dejarnos con la sonrisa congelada para toda la posteridad.

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jueves, 27 de agosto de 2020

MI PRIMO JOSÉ


A una cuadra y media de casa vivía mi tío Ramón y mi tía Eva. Él era el primo hermano de mi mamá; había sido de la Armada y por un accidente quedó con dificultades para caminar y le dieron la baja y una pensión. Además, era armero, mecánico de maquinas de coser y todo lo que uno pueda imaginarse. Le gustaba leer sobre Alquimia y temas esotéricos. Tenían dos hijos, Enrique y José que iban conmigo al colegio. Ellos muchas veces pasaban a buscarme y juntos nos íbamos caminado rumbo a la escuela numero 29 Dr. Guillermo Rawson de Barrio Las Acacias que quedaba a unas 9 cuadras. Entonces todo era campo, charcos de agua profunda cuando llovía y camino de tierra. 
Mi compinche era José que era más de mi edad y con él jugábamos casi todas las tardes algunas veces en su casa y otras en la mía. 
Mi casa tenía gran cantidad de árboles, frutales, y de todo tipo parecía un bosque y esa era nuestra zona de juegos y aventuras. 
José quería aprender a tocar la guitarra y su papá que sabía manejar la hojalatería le hizo una de zinc con cuerdas verdaderas y totalmente soldada que sonaba muy bien. Era igual a una guitarra de madera y con ese instrumento comenzó a aprender de oído los primeros acordes.
Con José trepábamos a los árboles y jugábamos a ver quién subía más alto.  También tenia en casa una hamaca de asientos y jugábamos en ella imaginando que la hamaca era un tren y otras veces un barco y el era el capitán. 
Éramos inseparables venia a casa a hacer las tareas, reíamos y cantábamos juntos imaginando estar en un gran escenario.
 Con el tiempo su habilidad con la guitarra lo llevó a tocar en importantes grupos de chamamés y llegó a tener una destreza increíble con sus punteos y contrapuntos. 
Y su sueño se cumplió, logró estar en escenarios importantes como el de Cosquín. 
Lamentablemente este año falleció a principios de la pandemia y no pude ir a darle el último adiós. Siempre conservó su sonrisa inocente y su hombría de bien. Donde estés José Ramírez te mando un abrazo, el día menos pensado nos reencontraremos.

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miércoles, 26 de agosto de 2020

PRIMER GRADO





Llegué a primer grado con la alegría y el entusiasmo de todo niño, me decían en casa que era el lugar donde iba a aprender cosas maravillosas, que tendría nuevos amigos y que la pasaría genial porque me resultaría fácil lo que me enseñaran ya que lo sabía.
Pero no fue así. Desde el principio comenzaron los problemas, por suerte por entonces habían dividido las clases en tres turnos y solo tenía que ir unas 3 horas. Las tareas que me daban me parecían estúpidas y por más que le dijese a la maestra que yo sabía leer y escribir me hacía hacer círculos y palotes en el cuaderno. Obvio que terminaba enseguida y al ver que a algunos les costaba mucho yo acudía en su ayuda. Pero  mi actitud solidaria afectaba los nervios de la maestra quien me retaba a cada rato. El primer día de clases, si como lo leen: el primer día de clases fui llevada a la dirección por mala conducta.
A decir verdad, no sabía bien por qué me enviaban ahí. Tampoco entendía el enojo de la señorita y sus gritos y zamarreo. Le explicaba a alguien que yo era el diablo mismo y que me paraba sin permisos, que conversaba con mis compañeros y les escribía el cuaderno queriendo ayudarlos en la tarea. Y ahí quedé en la puerta de dirección parada contra la pared sin saber que grave delito había cometido esperando con angustia la llegada de mi padre que iría por mi ese día.
Lo vi cerca del alambrado de la escuela, en la vereda a la hora de la salida, tenia puesta unas botas para la lluvia y su conjunto de pantalón y camisa Ombú de obrero, había llegado de trabajar y fue a buscarme. Al verlo me deshice en lágrimas, lloré con rabia, con impotencia, pensé que mi padre me iba a reprender, pero no, tampoco sabia las leyes del colegio y creo que no se dio cuenta que yo estaba en penitencia. Así que salí y me agarré fuerte de su mano y nos fuimos conversando de otras cosas.
Las primeras semanas los hechos se repitieron iba a dirección en penitencia casi todos los días. Una vez entré en la oficina y estaba la secretaria, una señorita de voz dulce que al verme tan pequeña vino a conversar conmigo preguntándome que cosa horrible había hecho para merecer semejante castigo. Yo le conté que ayudaba a mis compañeros con la tarea, que mi propósito era colaborar y que yo sabía leer y escribir y me aburría hacer círculos y palotes.
Ella sonrió más pensando que yo bromeaba, - ¿sabes leer y escribir? me dijo.
Si, yo leo libros dije seria y segura.
La secretaria me miraba atónita como si le dijera algo que no podía entender. Entró en la oficina, buscó algo y volvió con un libro en la mano. Me lo extendió y me pidió que leyera.
Orgullosa de mi talento tomé el libro, abrí la página y comencé a leer de corrido un cuento que hablaba de un oso que se perdía en el bosque.
La secretaria llamó a la directora y otra vez tuve que leer para ella. Entonces hicimos un trato entre la directora, la secretaria y yo: cada vez que me aburría debía pedir permiso a la maestra para ir a la biblioteca y ellos me darían un libro y yo me quedaría leyendo hasta que los demás terminasen sus tareas.
Al llegar a casa conté lo sucedido y ahí supieron que me lo pasaba en dirección casi todos los días así que al otro día me acompañaron mi mamá y mi papá y luego de hablar con la directora de la escuela me cambiaron de grado, con otra maestra, la señorita Gloria. Era tan buena que le puse su nombre a mi muñeca preferida. 
Y entonces gracias a la señorita Gloria Amalia Padín pudo gustarme  la escuela y disfrutarla.

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LA LECTURA Y YO

 



Adquirir la escritura y la lectura a temprana edad me llevaron por un camino de conocimientos e inquietudes que me permitieron ser una “Marisabidilla” como me decían en casa. Tenía por entonces una muy buena memoria y me apropiaba de lo que leía. 

Mi tía Rosalba, era quien me cuidaba y me llevaba a vivir con ella cada vez que mi mamá estaba hospitalizada. Tendría unos treinta y pico de años y era una señora coqueta y arreglada que había trabajado en las famosas tiendas Gath & Chaves de Buenos Aires. Su marido era francés y era una enciclopedia viviente. ¡No había nada que no supiera! Yo lo taladraba a preguntas y él con su paciencia infinita me respondía. Trabajaba en Gas del Estado y usaba siempre traje y corbata, tenia ojos azules y en muchas cosas era como un chico.

Pienso que mi interés por aprender la lengua francesa proviene de alguna manera de mi tío Jean Charles, Juan Carlos,ya que me encantaba escucharlo hablar con ese acento nasal típico de ese idioma.

Bueno estaba diciendo que muchas veces, por largas temporadas, ¡a veces más largas de lo que yo quisiera me quedaba con este matrimonio sin hijos que había hallado en mi un buen sustituto y a quien yo quería tanto!

Con el diario del domingo venia un suplemento infantil que traía entretenimientos, dibujos para pintar, historietas y algunas actividades escolares que hacían más llevadera mi estadía. También me compraban libros infantiles, lo que hacia que mi mundo conocido se ampliara más y más, por eso al entrar al colegio, no era una niña inexperta sino alguien que ya traía un bagaje de habilidades que en vez de alegrarme la vida me hicieron padecer.

En casa me compraban semanalmente la revista Billiken que luego fue reemplazada por Anteojito, también leía las historietas de Patoruzú, Isidorito, La pequeña Lulú, Tribilin, Pato Donalds y más tarde cuando crecí, fueron el álbum del Tony, D'artagnan, los libros de Corin Tellado, la revista Vosotras que leíamos con mi madre. Los libros de Poldy Bird y todo cuanto cayese en mis manos. Ah no me quiero olvidar una revista buenísima de editorial Codex que se llamaba Selecciones Escolares y que era maravillosa, también de esa editorial leía y coleccionaba Fabulandia que traía todos los cuentos famosos de los hermanos Grimm y los libros clásicos de la literatura infantil, ¡las fabulas de Esopo y Samaniego con unas ilustraciones increíbles!

Leer me dio un fluido vocabulario, y herramientas para mejorar la escritura y crecer interiormente. 

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martes, 25 de agosto de 2020

GANADORA FOR EVER!


Muchas veces comencé una autobiografía y por lo general me voy por las ramas y no puedo hacer una línea de tiempo con los sucesos que me ocurrieron a lo largo de mi historia. 

De mis primeros años sólo recuerdo lo que me contaban mis padres, como por ejemplo que a los dos años gané un concurso de poesía recitando algo breve sobre el general San Martin y el premio fue un lote en la zona de Necochea. Durante años estuvo esa historia de mi suerte y mi premio dando vueltas por ahí hasta que luego de un largo tiempo cuando ya tendría unos 18 o 20 años busqué los papeles que acreditaban su propiedad y aprovechando que un tío viajaría a ese lugar le entregue los datos para que averigüe. A su regreso supimos que el lote estaba a nombre de mis padres porque como yo era menor cuando lo gané no podían ponerlo al mío. Nunca se pagaron los impuestos y el municipio lo había tomado por falta de pago y así fue como lo perdimos. Estaba ubicado a unas cuatro cuadras del mar y hubiera sido muy bueno si lo hubiéramos podido conservar. 

Lo que pasó es que mi papá era un obrero que muchas veces fue desocupado, y debido a problemas de salud de mi madre nuestra economía fue siempre inestable y azarosa. Nunca nos faltó un plato de comida en la mesa, pero seguramente no tendríamos el dinero suficiente para hacernos cargo de los gastos de ese lote. 

Como fui favorecida desde tan temprana edad por ese premio, sigo diciendo que soy una mujer afortunada y la vida me dio la razón muchas veces, por eso creo que tengo esa loca, loca suerte. 

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AQUELLA VIEJA CAJA FLOREADA


En casa teníamos un par de muebles muy viejos que habían venido de España y que eran de mi bisabuelo: una alacena o despensa con alambre mosquitero en las puertas de arriba, una mesa de madera con un gran cajón que aun hoy la tenemos y un baúl que regalé hace años a no sé quién. 

Esa despensa como le decía mi madre era una especie de aparador donde se guardaban los platos, los utensilios de la cocina y en los estantes superiores cosas frágiles o importantes que mis ávidas manos no pudieran alcanzar.  

Entre ellas había una caja forrada con gastado papel floreado que me intrigaba y no me dejaba dormir. Si le preguntaba a mi madre ella me respondía todavía no es el momento para que sepas lo que hay adentro; lo que aumentaba más mi curiosidad. 

Un día de lluvia, aburrida seguramente mi madre, abrió la alacena, metió la mano en el estante superior y sacó la cajita de mis sueños. 

Mis ojos abiertos por el asombro querían acaparar con la mirada el esperado momento de su abertura. Pero mamá no la abría, antes trajo unos papeles, y me explicó que lo que me iba a enseñar debía usarse con mucha precaución, sin apuro y con prolijidad. Y me dijo que me daba eso porque veía que ya estaba grande y que podría utilizarlo con cuidado. 

Yo decía que si, a todo. Y no veía las horas de ver salir semejante prodigio. Abrió la caja y dentro había un pequeño frasquito de tapa de baquelita negra que depositó sobre la mesa, luego sacó un trozo de papel de diario amarillento que envolvía otra cosa, al ir desenroscando el papel descubrí que era una pluma de tinta. 

Desenroscó la tapa, metió la pluma adentro del tintero, escurrió el líquido azul y comenzó a trazar letras y números en el papel. ¡¡Era algo increíble!! 

Luego volvió a mojar la pluma, la escurrió y me la pasó a mí. Con la mano temblorosa por la emoción comencé a hacer los primeros palotes. De vez en cuando un manchón de tinta dejaba su marca sobre la hoja.  Mamá me enseñó a usar el papel secante o la tiza para secar luego de escribir, a sacudir la pluma dentro del tintero para escurrir bien y que no se produzcan gotas. Y así cada tarde durante media hora más o menos, ella me enseñaba las letras, los números. 

Muchas veces, bajo su supervisión me subía a una silla para alcanzar la caja y llenaba una tras otras las carillas de papel. 

A los 5 años ya leía y escribía de corrido, conocía los números, las sumas y restas. 

Cuando llegué a primer grado, la maestra se encontró con un gran problema, yo me aburría grandemente y ella no sabía que hacer conmigo porque terminaba mis tareas rápidamente y me ponía a charlar o a ayudar a mis compañeros rezagados. Por este motivo visitaba seguido la dirección y decían que era una niña inquieta y revoltosa, cuando en realidad era solo una incomprendida. 

Copyright © 2014 Nélida Liliana Vieyra, All rights reserved


 

 

 

lunes, 24 de agosto de 2020

LOCA, LOCA SUERTE.

 Lo primero que te preguntan cuando vas a crear un blog es el nombre o título que le vas a poner.  Tengo otros donde me resultó fácil la elección ya que se referían a otras actividades que realizo, pero para un blog personal la cosa cambia.


Ya se que siempre se caen en los lugares comunes y como voy a encarar esto como un relato de vivencias propias si me pongo a reflexionar y mirar hacia atrás  he tenido siempre una loca, loca suerte que me hizo vivir cosas impredecibles e insólitas.


Aclarado este punto, no puedo dejarlos  sin antes decir que la suerte  es en realidad  un sinnúmero de bendiciones que agradezco cotidianamente.


Copyright © 2020 Nélida Liliana Vieyra, All rights reserved

RACCONTO PRIMEROS AÑOS

 Mucha gente tiene vidas monótonas, lisas, poco atractivas. La mía, por el contrario se distinguió siempre por los sucesos extraordinarios que me atreví a vivir. Fui saltando de sorpresa en sorpresa, de aventura en aventura como en una montaña rusa. Nada fue para siempre, nada duró demasiado, todo lo viví con intensidad, entregada en el intento, con alegría e inocencia.  Pero, por ahora empecemos por el principio. 
Luego de innumerables intentos fallidos , mi madre logró embarazarse de mí. Fue un embarazo de riesgo, con muchos cuidados y precauciones. Pero yo era obstinada y quería conocer este planeta nuevo y maravilloso que promocionaban las agencias de turismo. Así que nací pese a todo un 28 de julio de 1956. ¡SI!! ¡Hace muchísimo tiempo! Pero al nacer tuve complicaciones y el médico dijo a mi madre: - que lástima tanto esfuerzo y la criatura no podrá sobrevivir!-  
Mi mamá desesperada pide el favor de la Virgen de Lourdes y hace la promesa que si me salvo, me irá a bautizar en su iglesia y me pondrá bajo su tutela por siempre. De más está decir que la Virgen acudió en nuestro auxilio y luego de casi dos meses en incubadora y luchando por mi vida, salí del hospital, fui llevada a la Iglesia de Lourdes en Santos Lugares y fui bautizada. 
Se que durante mis primeros meses de vida falleció el padre de mi mamá Damián Dolores Ramírez, y que yo era muy pequeñita e inquieta, todo lo quería ver, miraba con ojos asombrados este regalo maravilloso que es la vida. 
A los cuatro años nos mudamos de Villa Ballester a San Miguel, en el mismo lugar donde vivo actualmente, aunque ahora pertenece a José C. Paz debido a una nueva división política que realizara durante el gobierno de Menen, Duhalde.
Era un barrio que se estaba formando, un loteo de aquellos años, para gente obrera como mi padre, que soñaba con una casa propia. Tenía una pequeña casita de material, con un gran terreno, lleno de árboles, una quintita que mi padre cultivaba al regresar de su trabajo, y un gallinero. En algunas oportunidades había patos, cigüeñas, garzas y otras aves típicas de la laguna que estaba a unas cuadras de casa y que luego fue entubada y llevaba detrás de los campos de Fuerza Aérea. Hoy desapareció. 
Mi primera amiguita del barrio fue Ely hija de bolivianos, su padre Don Félix trabajaba en la metalurgia como mi papá y su mamá Doña Nora se hizo amiga de mi madre. Ella tenía un almacén donde comprábamos. Con el tiempo Ely y yo fuimos como hermanas.  
También estaban las hijas de Don Sanabria, Mary y Beatriz, pero yo jugaba más con Mary.  
Carlitos Rojas, que casi vivía en casa, cuyos padres también eran muy amigos nuestros, mi papá y su papá trabajaban juntos en la misma fábrica, y ellos habían comprado un lote a una cuadra de casa. Su mamá,  doña Celestina que venía siempre  a visitarnos y al final era como de la familia.  
Tuve una niñez prolongada, jugué, tuve amigos, compinches fieles y supimos reír, imaginar, soñar, crear un mundo donde éramos los protagonistas, donde existíamos y nos convertíamos en magos, bailarines, estrellas de rock, payasos. 
¡Oh aquellos fogones en la vereda! ¡Contando historias, inventadas, o escuchadas quien sabe dónde! Ahí desarrollé mi capacidad histriónica, metamorfoseaba mi voz, mi apariencia y atrapaba a la audiencia. Mi imaginación creaba personajes, cuentos, juegos, canciones... Hacíamos carreras, desde casa hasta la esquina, con un solo pie, saltando como un gorrión, o juntos tomados de las manos en parejas, o espalda con espalda, donde caíamos unos sobre otros riendo a más no poder. 
En vano las madres llamaban anunciando la cena, el entusiasmo de estar juntos era más poderoso. A las cansadas, rezongando nos despedíamos esperando el reencuentro al día siguiente.  
En esa época las estrellas estaban en el cielo para que busquemos las Tres Marías, el Sillón de San José, el Lucero, la Cruz del Sur. ¡La luna nos fascinaba tan blanca, tan luminosa, observándonos desde tan lejos! Y nos parecía ver en su superficie la Virgen María con el burrito y San José llevando al Niño Jesús. 
Nos gustaban los charcos repletos de ranas que croaban durante toda la noche incansablemente. Los renacuajos, que algunos juntaban en una lata oxidada de tomates sucumbían luego, en el agua oscura, olvidados, en un  lugar del patio. 
Entonces, los árboles no eran árboles nada más. Eran el desafío a ver quién subía más arriba, quien trepaba más alto y se colgaba sujetándose con las piernas mientras la cabeza pendía de los hombros y nos hacia ver el mundo del revés. Éramos un poco trapecistas, saltimbanquis, equilibristas, por eso nos enloquecíamos cuando el circo venia al barrio. 
¿Y qué decir de las flores? Con ellas armábamos collares ensartando una dentro de la otra;  nos trenzábamos el cabello aplicándolas como adornos perfumados y multicolores. 
Las mariposas nos hacían correr y agazapar como felinos para poder atraparlas, al final las dejábamos partir, pero nos quedaba el suave polvo brillante de sus alas entre los dedos, como un obsequio. 
Como pueden ver había temporadas de ranas, de mariposas, de colibríes, de luciérnagas y de mosquitos.  
El tiempo transcurría sin televisión, sin teléfonos, en contacto con la naturaleza. Las estaciones nos marcaban el ritmo y un día sin saber por qué comenzaba la época de los barriletes y todos enloquecíamos buscando cañas, hilos y papeles de colores. En otra época juntábamos figuritas: los chicos de jugadores de futbol y nosotras las de hadas y princesas con brillitos.
Y así, casi sin darme cuenta, llegué a la fiesta de fin de año de la escuela y junto con el diploma de séptimo grado se cerraba las puertas de la infancia porque me esperaba la escuela secundaria y viajar sola a San Miguel y hacer nuevos amigos, pero eso les contaré en otro momento.

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